Cuando las civilizaciones inician su decadencia, las primeras virtudes en desaparecer son aquellas que parecen menos rentables y brillantes. Las otras virtudes –la fuerza, la sabiduría, la valentía–se mantienen durante un tiempo más o menos prolongado, tanto por el prestigio que otorgan al hombre que las posee como por los beneficios materiales que pueden reportar. Ya para entonces, más que virtudes, se han convertido en máscaras con las que entrar al baile del utilitarismo, pero digamos que algunas están muy logradas y hay gente que hasta duerme con ellas.
De las otras virtudes, en cambio, de aquellas que no «lucen», se abandona hasta el fingimiento de su posesión. Se consideran virtudes plebeyas, o más bien no se las considera virtudes en absoluto, sino impotencias de pordiosero que alguien cubrió con nombres majestuosos para mantener a los débiles satisfechos. Entre esas virtudes se encuentra, por supuesto, la humildad. Nietzsche, con su habitual profundidad –de ciénaga, para ser más preciso–, declaró la guerra a esa virtud, por la que sentía tanto desprecio como odio sentía por la compasión. Es una de las glorias del cristianismo que en un libro llamado El Anticristo se hayan escrito, entre otras muchas, estas palabras: «La humildad es la rebelión de todo lo que se arrastra por el suelo contra todo aquello que tiene altura. El evangelio de los abyectos hace abyecto». Sin duda aquí el patriarca de los superhombres confundía la humildad con la mediocridad, error que, dicho sea de paso, sólo puede ser cometido por la segunda. La confusión, sin embargo, ha prevalecido, y se ha acentuado a medida que el odio al cristianismo, que fue su fundamento, ha ido en aumento. Para la mentalidad moderna la humildad es el pataleo de lo bajo contra lo elevado; más que como una virtus (fuerza), es considerada como una minusvalía, como una insuficiencia equivalente en lo conductual a la insuficiencia respiratoria en lo físico.
No es extraño que el hombre moderno piense así; al contrario, es una consecuencia natural de su materialismo. Cuando la vida se reduce a la dimensión física, la idea de virtud se redefine para adaptarse a esa cosmovisión. Una civilización que cree en Dios, en el alma humana, en la trascendencia de nuestros actos, en un origen más noble que el azar y un fin más divino que la muerte, no puede entender la virtud de la misma forma que la entiende una civilización en la que cada ego es su propio dios, que considera al hombre como un simple potaje de células, que cree que nuestros actos tienen la coartada de nuestra mortalidad y que coloca un accidente cósmico en lo alto de nuestro árbol genealógico. Para una civilización como ésta, la humildad es un lastre. Puesto que el hombre solo está en esta tierra para trepar a lo más alto de su satisfacción material, todo aquello que le ayude a conseguirlo será considerado una virtud, y la codicia, la falta de escrúpulos y el orgullo entran dentro de esa definición.
La nuestra es una época de recetarios para el éxito financiero, de coachings, de motivadores profesionales, donde los gurús ambulantes aplican sus desfibriladores de autoestima a los imbéciles que pueden pagarlo. En casa se ensaya el gesto arrogante ante el espejo y se transporta, aguantando la respiración, a la calle. Ese gesto artificial puede verse sobre todo en los anuncios de televisión con aire feminista, donde las mujeres congelan en el rostro una altivez forzada que pretende reflejar su empoderamiento, y que en realidad sólo consigue revelar, precisamente por su afán de ocultarlo, un enorme complejo de inferioridad. Amor propio de segunda mano, en el mejor de los casos, odio travestido de seguridad, en el peor, ese gesto repetido ha ido borrando poco a poco el sentimiento de vergüenza ajena que merece y que hubiera provocado en cualquier sociedad sana.
Toda idea de elevación, por lo tanto, está para el hombre moderno en completa contradicción con la humildad, que es un peso que hunde al ser humano y le condena a arrastrarse por el suelo. Como el globo aerostático, que debe desprenderse de los saquitos de arena para poder remontar vuelo, así el hombre debe tirar por la borda el peso de la humildad para poder ascender y alcanzar la cima de sus aspiraciones. En esta metáfora está resumido todo el argumentario moderno contra la humildad. Pero no es cierto que todos los pesos impidan el ascenso; hay pesos que elevan, que nos hacen más ligeros. San Agustín, al explicar las palabras de Jesucristo: «mi yugo es suave y mi carga ligera», solía utilizar una imagen preciosa: «Piensa que esta carga es para ti igual que el peso de las alas para las aves; si tienen el peso de las alas, se elevan; si se les quita, quedarán en tierra». De la humildad puede decirse lo mismo.